Costa Rica ha sido un país casi sin héroes. Por más afán con el que hayan trabajado las élites gobernantes para inventarlos, exaltarlos, reciclar algunas figuras, plasmar en libros de escuela diversos actos heroicos de notables hombres, entiéndase literalmente, hombres de nuestra construcción emocional a su servicio llamada patria, no ha habido héroes por aquí capaces de erizar de orgullo unificante la piel de toda la población.
Sin embargo, a finales de los ochenta, y de forma inusitada, cayó un héroe del cielo cuando ya del creado por los gobiernos liberales de fines del siglo XIX quedaba muy poco. Tuvimos la maravillosa oportunidad de asquirir un héroe, nacional y vivo, cuando se nos dijo que había un costarricense volando por el espacio en las naves de la NASA. Se corrió a invitarlo, a capturar su figura y a hacer lo posible para insertarla en los corazones de toda la nación, y se le organizó una bienvenida en una de las principales calles de la capital, en donde escolares y maestras fueron a su encuentro y vieron, con sus propios ojos, a un astronauta de verdad. Poco después, alguien mencionó un detalle desagradable: Franklin Chang había renunciado hacía rato a ser costarricense y tenía nacionalidad estadounidense. Re-nacionalizarlo se convirtió en prioridad; faltaba más que un héroe de ese tamaño nos resultara gringo.
Entonces se aprovechó la deliciosa ocasión para resaltar sus cualidades heroicas, por supuesto adquiridas en nuestro país, y el gobierno otorgó,por primera vez, la Ciudadanía Honoraria a una persona nacida en Costa Rica, en abril de 1995. Desde entonces, noticias no nos faltaron. Volamos con él por el espacio sideral y rezamos a la negrita, nuestra virgen nacional, cada vez que él necesitó un feliz aterrizaje.
“El chino”, como bien se le conoce, porque es chino como muchos costarricenses y costarricense como muchos chinos, era nuestro, y que “fuera chino” era una ventaja, ya el boom del multiculturalismo, venido desde el Gran Norte, nos estaba enseñando a amar la biodiversidad e ignorar las desigualdades. Su magia se desvaneció, para no pocas personas, en el momento en el que formó parte de la Comisión de Notables que revisó y recomendó el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos. El chino, aunque caído del cielo, resultó ser muy terrenal, y bueno, al fin y al cabo es el dueño de una compañía cuya sede principal está en la NASA y su filial en Costa Rica. Pero lo que muy poco se sabe por aquí es que él no fue el único costarricense que viajó por el espacio. A partir del año 2003, Elia Arce, otra costarricense también residente en Estados Unidos, realizó su primer viaje a la luna, a donde llegó con una maleta vieja de la que sacó objetos asociados a construcciones de la identidad costarricense para desmontarla.
Su performance, Primera mujer en la luna, tuvo lugar en Los Ángeles, y luego hubo un par de despegues más, entre otros, uno hecho desde Cuba, a solo 90 millas de Cabo Cañaveral. Y no, no se crea que el gobierno corrió para llamar a esta astronauta, llenarnos de orgullo nacional y pedirle que fuera ciudadana de honor. Las artes no compiten en prestigio con los negocios, y por ese entonces aún las artes no eran explicadas en términos tan neoliberales como ahora, que para convencer a los gobiernos de que las financien se apela a su rentabilidad y su reflejo en el producto interno bruto.
Pero las andanzas de Elia en el mundo de la performance habían empezado veinte años antes de aquella llegada a la luna. La inicial, que Elia organizó en 1990, poco después de empezar su exilio voluntario en Estados Unidos, reflejó la experiencia de su primer trabajo ilegal limpiando habitaciones en un hotel. Se llamó Make up room, please do not disturb, y la presentó durante una estadía en el Centro para las Artes de Banff, Canadá.
Transart Foundation. Houton, Tx. Executive Producer: Surpik Angelini. Directed and edited by Lawrence Elbert.
Transart Foundation. Houton, Tx. Executive Producer: Surpik Angelini. Directed and edited by Lawrence Elbert.
Transart Foundation. Houton, Tx. Executive Producer: Surpik Angelini. Directed and edited by Lawrence Elbert.
Para su creación trabajó con el personal de servicio de dicho centro y consistió en acciones de limpieza, mostradas casi de forma coreográfica, y entrelazadas con las historias personales de esos trabajadores que resultaron inmigrantes con un pasado en las artes. El último trabajo de Elia en Estados Unidos, antes de su regreso voluntario a Costa Rica, también fue hecho en grupo y se llamó Light green, dark green, en el marco del proyecto Row Houses, en Houston. Consistió en montar, en el interior de una casa vieja de arquitectura shot gun, un sembradío de varias hierbas con las que se hicieron jugos verdes, y que habrían de ser cuidadas por la comunidad.
Esto dio como resultado la creación de un jardín comunal del que comen sus vecinos y en el que se imparten cursos sobre siembra orgánica. En medio de estos dos trabajos hay casi treinta años de una búsqueda que surgió cuando, después de emigrar, asistió con asombro diario a una transformación de su cuerpo que la convertía en otra a gran velocidad.
Al entrar a Estados Unidos, Elia se sumó, sin saberlo, al gran grupo que, por su apariencia supuestamente particular, es racializado según estereotipos y prejuicios existentes, extendidos a quienes lleguen y resumidos con la categoría de “latina” o “hispana”, que estandariza obviando cualquier diferencia entre inmigrantes. Poco después, cuando ya pertenecía al mundo de las artes, en ánimo solidario Elia fue varias veces invitada a asimilarse a un grupo de gente que no quería asimilarse a la cultura nacional.
Sus compañeros de aventuras artísticas la convidaron a convertirse en chicana. Al no ser Costa Rica un gran emisor de migrantes, no se había generado en Estados Unidos una idea específica de costarricense. Ser chicana, por su parte, hubiera significado hacerse de una identidad ya fuertemente reivindicada. Pero Elia prefirió la dificultad de preguntarse y explicar qué es ser costarricense, antes que caer en el facilismo de emprender su chicanización, acto que la habría llevado a difuminarse para asumir un color prestado y a reforzar el reduccionismo racial. Al verse en ese espacio de homogenización, ante la singular oferta de esa identidad chicana “lista para llevar”, y al negarse a la identidad prestada, Elia se metió en un problema ¿Cómo explicar a sus amigos de teatro y performance, o a su audiencia que, aunque lo que tenían al frente pareciera una hispana, latina, inmigrante y chicana, ella quería ser costarricense? Esto resultó por lo menos difícil, pues ni ella misma sabía exactamente qué era eso que, a partir de aquel momento, buscaría e inventaría incansablemente con sus performances.
Antes de salir de Costa Rica, un país de gente tan mezclada, Elia era blanca y punto. Y porque en nuestro país el relato oficial de identidad es totalmente blanco, aunque la realidad niegue esa fantasía, y porque Elia es del Valle Central, nunca antes necesitó preguntarse por algo como la raza. Pero llegó a un país en permanente nostalgia por una identidad nacional blanca, una vez inventada y nunca verdadera, en el cual Elia pasó a ser morena. Esta racialización, sumada a su empeño en ser costarricense, la llevó a preguntas fundamentales y a correr y averiguar de sus ancestros. Encontró, para su suerte, y como le pasa a casi toda persona que sacuda por estas geografías su árbol genealógico, una abuela indígena, y con ella siguió buscando y uniendo las partes que habrían de armar una explicación de sí que, por ese entonces, apenas estaba creando. En ese contexto, su cuerpo se convirtió en el único territorio donde sí era legal, donde sí podía sentirse en casa, pero tuvo que apropiarse primero de él. Y no fue sino hasta que se le apareció la performance como vía de subjetivación, y de trastocar el lugar donde había sido colocada, que se creó a sí misma para dialogar con esa nueva condición impuesta de inmigrante/latina, esa nueva existencia que le llegó con el desplazamiento y que tenía que asumir de la peor o mejor forma.
Ese “ser costarricense”, indefinido y en proceso de invención, fue para Elia un trampolín hacia la creatividad. Es muy posible, sin embargo, que para muchas personas ella continuara siendo todo aquello: chicana, latina, hispana, inmigrante, morena… pero Elia se paró sobre esas etiquetas y ensayó su escogida forma de existir. Ser costarricense, en ese momento de asfixiantes políticas de identidad, significó no asumir identidades de moda, sino elegir ser una desconocida por construirse.
Y esa fue quizá su manera de exigir el derecho a ser vista en su particularidad, en su lucha contra la asimilación, no solo a la cultura oficial sino a cualquier construcción identitaria que, como la chicana, en el momento de ser aceptada con sus reivindicaciones por el grupo dominante, se ve amenazada por discursos como el del multiculturalismo, que la vuelve moda y la usa para mostrar un país en el que supuestamente todos caben. Por ello, Elia instrumentalizó su cuerpo, lo ofreció para el espectáculo y lo convirtió en atracción-rechazo pues, marcado por las dinámicas de su exilio voluntario, le sirvió para poner en movimiento historias a la vez propias y ajenas, como portadora que era de todo un conocimiento, ya que, a partir de cierto momento, ya no pudo ir de un lado a otro sin mostrarlo; era memoria que le exigía la provocación del recuerdo.
Y su cuerpo, como un lugar de convivencia conflictiva de saberes absorbió, para excederlo, el discurso oficial. Su cuerpo como su herramienta de confrontación, su forma de hablar, el lugar de la proposición en tanto, desde él, ha expuesto las expectativas de un sistema y su deseo de no convertirse en el estereotipo de latina que ciertas políticas necesitan para mostrar su pretendida eficacia. Y entre tanto, en algún momento Elia logró en la sociedad norteamericana un micro-espacio, que decoró con partes de una identidad tomadas de su micro-país, por ella desmitificadas. Su forma particular de ser costarricense le fue políticamente necesaria como estrategia de inserción, a pesar de que necesitaba hablar por ella y no por Costa Rica. Y esa posibilidad se la dio la performance. Necesitaba criticar el racismo, y el sexismo, y la discriminación, y ese espacio lo encontró en la performance.
Y necesitó revisar los postulados aprendidos en su familia, la escuela y la calle, acerca del ser costarricense, y ese espacio-oráculo, ese laboratorio de experimentación de formas más cómodas de existencia que las absorbidas por obligación fue la performance. Se apropió del derecho, que le otorgó nadie, de inventar los contenidos y el significado de su identidad, de sus íconos, para acompañarse con ellos y destruirlos. Esto ha implicado un proceso de selección y de rescate de trozos de cultura que se fueron en la maleta y que llegaron hasta la luna, sin que ella los empacara, y de otros que fue recolectando después de cada visita a Costa Rica.
Así, con la performance de su ser, como ritual renovador, ha reescrito su propia historia. Desde entonces Elia, como muchas personas con una vida en tránsito física y culturalmente, decidió plantearle a su país de exilio voluntario un intercambio simbólico que nadie le pidió y, a la vez, mantener un diálogo con su país de origen que este no espera, poco oye, y al cual no responde. Y desde entonces no ha dejado de renacer, tal y como lo ha hecho, por ejemplo, en su performance Bathtube, en el que nace en una tina, o en The long count, para el cual Elia construyó un capullo en la pared, se metió en él a llevar una vida de crisálida y nació horas más tarde. Por todo este camino recorrido, ella llegó a ser capaz de auto-asignarse su valor sin préstamos, de reflejar sus temores, ascos o deseos para que nadie, nunca más, escriba sobre su cuerpo una identidad al alcance de las instituciones y símbolos dominantes, para que nadie la represente, para desconstelar hasta el más somero intento de constelación de la cual ella no quiera ser parte, para, por lo menos, intentar negociar los significados que ella quiera tener cuando quiera tenerlos.
Este proceso fue tan radical que ya luego llegó a ser capaz, como en su performance Pin-up girl, de valerse y apropiarse de imágenes culturales de la iconografía estadounidense como forma de enfrentar el miedo y la rabia que le empezó a corroer las noches, cuando el gobierno de Estados Unidos necesitó y empezó la guerra contra Irak. Elia se convirtió en Pin-up girl y corrompió con su imagen esa iconografía hecha de mujeres-objeto gringas, blancas y sexis, diseñadas para que los soldados de la patria potenciaran sus fantasías sexuales e invirtieran toda su energía vital en la batalla. O bien, como lo hizo en su performance I have so many stitches that sometimes I dream that I’m sick, se convirtió en esa latina inmigrante de etiqueta que, como muchas, limpia la mierda ajena por un par de dólares. Después de ese largo viaje por la tierra y por la luna, Costa Rica no llamó a Elia para darle la ciudadanía honoraria y ofrecerla como ejemplo en las escuelas. Los niños no salieron con sus maestras a las principales calles a darle la bienvenida. No son mujeres críticas como ella las que la patria viste de heroínas. Sin embargo regresó. Antes de ello hizo su última performance como habitante regular de un país que tampoco la llamó, sembró, cosechó, y después, tomó de nuevo su maleta y aterrizó en este país.
Este cuaderno no incluye lo que ya ha producido desde entonces en Costa Rica, eso se quedará para uno futuro, uno que muestre qué ha hecho, una vez de vuelta, a través de eso que llaman performance.