En Vigilar y castigar (1975), Michel Foucault dedicó un capítulo brillante a los “Cuerpos dóciles”, en el cual devela cómo la analítica del poder propia de la era moderna ha cercado los cuerpos, mediante una serie de mecanismos que incluyen la delimitación del espacio, la regulación del tiempo, la descomposición serial de secuencias en los movimientos y la configuración de colectivos operantes. Si bien el filósofo francés no se ocupó puntualmente de la manera en que el minucioso control del cuerpo se específica según atributos individuales (como la edad y el sexo) o colectivos (como las naciones, las clases u otras categorías sociales), es posible deducir de sus agudas observaciones que son los cuerpos subalternos (mujeres, negros, trabajadores, menores, etc.) los que, marcados como “anormales”, han sufrido en mayor medida esa reglamentación, vigilancia y castigo.[1]
Los hallazgos de Foucault, centrados en la prisión, el hospital y otros dispositivos de poder, pueden hacerse extensivos al ámbito del arte, a la manera cómo ha sido codificada en distintas épocas la representación del cuerpo en las artes visuales. Según el crítico español Juan Antonio Ramírez en su libro Corpus solus. Para un mapa del cuerpo en el arte contemporáneo, la codificación de lo corporal en las artes occidentales habría estado tensionada “entre dos polos contrapuestos que constituyen, paradójicamente, los ingredientes fundamentales de su acervo cultural: la tradición clásico pagana y la judaico cristiana” (2003, 33). Si bien en ambos casos el cuerpo perfecto/sano es el cuerpo virtuoso, el primer polo habría afirmado el cuerpo humano deleitándose con “todas las modalidades de su representación”[2], mientras el cristianismo habría heredado el an-iconismo judaico (rechazo de las imágenes), tendiendo a considerar la desnudez corporal como algo negativo o pecaminoso (2003, 33).
El arte contemporáneo podría verse, desde esta perspectiva, como la historia de la progresiva deconstrucción de ambas formas canónicas de representación del cuerpo: ni cuerpo mensurable ni cuerpo arquetípico, el cuerpo sería representado cada vez más como una realidad concreta que, poco a poco, haría emerger lo reprimido por la cultura occidental “canónica”. En el periodo moderno, las primeras vanguardias habrían promovido un tratamiento de lo corporal en la imagen que, entre otras vetas, se alimentaría del “primitivismo” y del “orientalismo” de origen romántico, según el cual la desnudez podía equipararse de alguna manera con el retorno a la “edad de oro”, esto es, como evocación paradisíaca (Ramírez 2003, 36).[3] Empero, si bien las vanguardias introducen –a contrapelo de los cánones cristianos y neoclásicos– una nueva manera de concebir el desnudo y su representación pictórica o escultórica (por ejemplo, poses “inmorales” en las que se deja traslucir lo erótico), la división del trabajo por género sigue siendo tradicional. Como lo harían notar las Guerrilla Girls con su enorme valla en las cercanías del Metropolitan Museum en Nueva York – con la célebre frase “Do Women Have To Be Naked To Get Into the Met?”-: aún en el periodo moderno, los hombres son los sujetos (pintores/escultores) y las mujeres el objeto (modelos) de la representación.
El arte contemporáneo habría ido mucho más allá. En lo principal, porque se ha dado a la tarea de mostrar, a modo de revancha histórica, el retorno de lo “real”, de escenificar todo aquello que el cristianismo primero, y el racionalismo moderno después, habrían forcluido del imaginario social en general, y de las artes visuales en particular. Así, lo deforme, lo grotesco, lo asqueroso, lo vulgar y lo monstruoso, en suma, todo aquello que pueda considerarse lo abyecto, no sólo desplazan poco a poco a lo bello como pauta estética, sino que van aún más allá, pues transforman el carácter de lo sublime, que pierde su dimensión grandiosa y épica, para dar lugar a lo que por mucho tiempo fue considerado insoportable, perturbador e indigno de ser representado en las imágenes.[4]
Esa disputa por el cuerpo y por su representación del cuerpo subalterno, es uno de los temas fundamentales del arte contemporáneo: como señaló en su momento la artista norteamericana Barbara Kruger, el cuerpo femenino es “un campo de batalla”. Asumiendo esa declaración como una hipótesis de trabajo, cabrían entonces formular algunas interrogantes fundamentales: ¿Cómo se libra esta batalla por y en el cuerpo en las artes contemporáneas? ¿Por qué son las mujeres artistas las principales protagonistas de esta contienda? ¿Cuáles son las modalidades y los alcances de la deconstrucción de la mirada patriarcal y sus ramificaciones y articulaciones con el nacionalismo, el imperialismo, el cristianismo, etc.? En lo que sigue, vamos a explorar algunas respuestas a estos interrogantes para un caso particular: la deconstrucción de la identidad nacional costarricense realizada por la artista del performance Elia Arce.
Arte, cuerpo y nación en Costa Rica
Desde hace aproximadamente unos tres lustros, en Costa Rica el “imaginario nacionalista” se encuentra bajo asedio en el ámbito del arte contemporáneo. El arte nacionalista tuvo su auge hacia los años 30-50 del siglo pasado y encuentra sus máximos exponentes en artistas como Teodorico Quirós y Fausto Pacheco que construyeron la representación de la nación con base en un imaginario bucólico, que idealiza el paisaje local y naturaliza lo social, como lo muestra Eugenia Zabaleta en La patria en el paisaje costarricense (2003).
Durante mucho tiempo, la construcción de una imagen de “cómo somos los costarricenses” se realizó tematizando principalmente el borde, es decir, aquello que –en el imaginario- diferencia a los ticos de los no costarricenses, de los “otros” externos.[5] En Costa Rica, ese “otro”, tiene dos rostros: el europeo (con preferencia el suizo o el español) o norteamericano, por un lado, y el centroamericano (de excelencia el nicaragüense), por otro. Mientras el primero representa el “ideal del yo”, aquel con el que el costarricense “oficial” se identifica de manera excorporativa o “heterópata”, ya que se mira en el espejo y se ve a sí mismo como uno de ellos[6], podríamos decir que, tendencialmente, el centroamericano viene a jugar el papel de lo “abyecto”, aquello que no se quiere ser, que se niega y se rechaza, que se forcluye.
El “arte posnacionalista”, que irrumpe de manera más bien tímida en las últimas dos décadas, ha tendido a tematizar principalmente el límite, esto es, a cuestionar el carácter imposible de representar la “esencia” del “ser costarricense”. Su propósito es hacer evidente la insalvable distancia empírica que existe entre ese ideal transcendente presentado como “el verdadero costarricense” y los “ticos empíricos”. Como lo ha mostrado, entre otros, Alexander Jiménez en su libro El imposible país de los filósofos (2002), la invención del “ser nacional” se ha realizado a la manera de un “nacionalismo étnico metafísico”, según el cual los habitantes de esta “arcadia tropical” serían labriegos sencillos y humildes, de rasgos caucásicos y, por ello mismo, portadores de una racionalidad superior en relación con sus pares/vecinos centroamericanos, la cual se haría evidente en su carácter pacífico y democrático. Precisamente, el emergente “arte posnacionalista” pretende cuestionar esta imagen idealizada y, de esa manera, acercarse al “tico real” en sus diversas manifestaciones, cuestionando “el uno ideal” en beneficio de “lo múltiple empírico”, lo que a la vez provocaría una erosión del límite interno, así como también un desdibujamiento, del borde entre lo costarricense y lo centroamericano.
Como ya adelantamos, este breve texto se orienta, precisamente, a presentar una interpretación preliminar de una propuesta artística que, no sin algo de osadía, quisiéramos caracterizar como un destacado ejemplo de arte “posnacionalista” realizado desde Costa Rica: el performance “La primera mujer en la luna”. La autoría y ejecución de esta propuesta es de Elia Arce, artista diaspórica de origen costarricense y que por más de dos décadas ha residido y trabajado en Estados Unidos. Para nuestra interpretación, utilizamos el registro visual producido por Debra Winsky Production & Nomadhouse, de una versión presentada en la ciudad de La Habana, durante el evento Mayo teatral, realizado el 15 y 16 de mayo de 2004, en el Teatro Bertold Bretch.
La interpretación que realizamos se inspira en las reflexiones que presenta Judith Butler en su libro Cuerpos que importan (2002). Como ella, consideramos que el “grado cero de la corporalidad” no existe: el cuerpo es siempre un cuerpo culturalmente marcado. Pero los cuerpos no sólo son “generizados”, sino también y de manera fundamental “nacionalizados”. Esta nacionalización implica una regulación disciplinaria del cuerpo mediante la inscripción de una norma cultural geopolítica sobre el mismo: así como hay una manera viable de ser sujeto “femenino”, también hay una manera viable de ser sujeto “nacional”. Como el género, la nacionalidad configura también un “’estilo corporal’ y un acto performativo, una norma y una “construcción contingente y dramática del significado” (Butler 2002, 271). Podría decirse que, como el rey, todos tenemos (al menos) dos cuerpos: nuestro cuerpo “natural” (individual, personal…más un tipo ideal que otra cosa) y nuestro cuerpo político (la encarnación del cuerpo de la nación o, quizá mejor, la encarnación de la nación en nuestro cuerpo). Nos vemos así compelidos no sólo a crear un estilo “individual”, sino también a actuar permanentemente la norma que nos es impuesta desde la infancia: como ticos, mexicanos o alemanes, hablamos, caminamos, gesticulamos, seguimos patrones proxémicos, etc.. Nuestro cuerpo opera como un índice de nuestra pertenencia nacional y de la norma corporal que la misma nos impone.
El performance como deconstrucción del cuerpo de la nación
En La primera mujer en la luna, Elia Arce pone en escena una reflexión muy íntima, de carácter autobiográfico, sobre su identidad personal como costarricense que ha emigrado a Estados Unidos. Como es sabido, con frecuencia la experiencia migratoria cumple una función fenomenológica de “epojé”, es decir, de extrañamiento, cuestionamiento o suspensión de las certezas que son propias de la vida cotidiana en el lugar de origen: el desplazamiento espacial, pero sobre todo el descentramiento cultural, hace que todo aquello que hemos vivido como “lo normal” o “lo natural” adquiera un carácter relativo y, en último término, extraño. El desarraigo y la presencia abrumadora del “otro”, el peso cotidiano de su “mirada” y, sobre todo, la fuerza de sus interpelaciones clasificatorias y normalizadora, nos desestabiliza e inquieta profundamente, obligándonos a repensarnos, a re-construirnos, a re-trabajarnos como sujetos corporizados, con el fin de encontrar, de inventar –algo que lograremos sólo con relativo éxito- un lugar para nosotros en el nuevo escenario.
La primera mujer en la luna es una obra de gran complejidad, tanto conceptual como formal, por lo que aquí me voy a limitar a un análisis exploratorio y preliminar de la manera en que representa su relación con su identidad nacional de origen como miembro de la diáspora costarricense. Mi hipótesis de trabajo es, precisamente, que aquello que este performance presenta como una reflexión personal, íntima, sobre su propia identidad, es –inevitablemente, dado el carácter “geminado” del cuerpo, personal y nacional- una crítica mordaz de la identidad nacional costarricense, a la vez que un mensaje de esperanza en la potencia creativa de vida de los cuerpos femeninos liberados de las sujeciones patriarcales y nacionalistas. En ese sentido, mostraré cómo se realiza ese ejercicio de problematización tanto del borde como del límite de la identidad nacional que está claramente sostenida en una puesta en cuestión también de la condición de género en sociedades de corte patriarcal.
Primer acto: el imaginario bucólico
Arce comienza con una interpretación de un baile “típico” costarricense, el cual sin duda contiene la representación “arquetípica” de lo que se ha construido, desde el folclorismo, como la imagen ideal de la “campesina costarricense”: el “traje típico” guanacasteco y el canto de “la guaria morada”. El traje está compuesto por una blusa blanca, una enagua larga acampanada con franjas de colores y una corona de flores; la canción es una tonada elegiaca a la flor nacional costarricense, la orquídea silvestre. En conjunto, simbolizan la imagen ideal, sublimizada, de la campesina costarricense, que constituye el núcleo de la norma corporal folclórica que se enseña a representar a los niños y niñas en los actos cívicos que tienen lugar en el ámbito escolar: como parte de su educación cívica, todo niño y niña costarricense debe aprender a bailar (y a amar hacerlo) “el punto guanacasteco” y a cantar la “guaria morada”.
De esa manera, cuando una costarricense se vea compelida a mostrar que es verdaderamente costarricense, podrá bailar o cantar estas obras del repertorio folclórico, que en conjunto constituyen una suerte de puesta en escena de “la humildad y la sencillez natural del campesino costarricense”, rasgos valóricos canonizados también en la letra del Himno Nacional, compuesta por José María Zeledón en 1902 (cf. Amoretti, 1987). Precisamente, la exigencia de representación de esas virtudes bucólicas consideradas constitutivas de la identidad nacional implica el aprendizaje de un lenguaje corporal que evoca, en todo aquel que se ve impelido a actuar esa norma cultural, una especie de ingenuidad infantil, no exenta de picardía inocua, ausente de malicia.[7] Por todo ello podríamos decir, siguiendo la teoría performativa propuesta por Butler, que, precisamente, la producción de sujetos “viables” nacionales, costarricenses en este caso, pasa por asumir, de manera reiterada y “natural”, esta norma corporal.
Ahora bien, en la representación performática de esta norma corporal por parte de Elia Arce hay una toma de distancia, un proceso de distanciamiento o “desidentificación” respecto a la interpelación nacionalista, puesto que la representación que realiza del “acto cívico” es caricaturesca, carnavalesca, bajtiniana. El carácter paródico pasa por la sobre actuación del rasgo pueril, infantil, que subyace a este llamado identificatorio de corte bucólico, sobre actuación que no sólo se hace evidente en la gestualidad sino también en la impostación de la voz, así como en el vestuario, puesto que viste una blusa de talla pequeña que es desbordada por su masa corporal, como una metáfora de lo Real que excede lo Simbólico. Arce menciona que el traje que está vistiendo se lo hicieron cuando tenía ocho años, edad que, como se sabe, se considera especialmente importante para la socialización primaria, cuando se ‘marca” al individuo y su cuerpo para el resto de su vida…no es casual que, precisamente, sea a esta edad en la que, en las familias católicas, se realiza la llamada primera comunión. Con ese gesto, Arce parece señalarnos el carácter “regresivo” que implica la representación de lo nacional, la puesta en escena de la identidad campesina canonizada, de la cual ella también destaca –tanto en su discurso cuanto en el acto de construir una cerca con las flores que tiene en la mano– el sentimiento fundamental de ser propietaria privada, la necesidad de “ser dueña de algo”, de tener algo que pueda llamar “mío”.
Ahora bien, asumir la identidad y tomar distancia paródica de la misma es un acto motivado por el encuentro con otro externo: se trata de un encuentro –narrado- con un estadounidense anciano que se le acerca en un lugar de comidas en un mercado de Los Ángeles y le pregunta si puede sentarse con ella. Luego de un lapso de incomunicación, en el que ella, muy costarricense-mente, quiere decir “no”, pero nunca lo hace, emitiendo sólo un murmullo (“mmmjú”) que el otro interpreta como un “sí”, descubre que el anciano es un militar pensionado, que estuvo casado con una costarricense. Cuando el hombre menciona que su esposa murió hace no mucho, ella se siente interpelada, sale de su mutismo y expresa: “yo también soy costarricense!”. Acto seguido, el anciano comienza a entonar, con acento gringo, “La guaria morada”, canto al que ella se suma, produciéndose así una especie de comunión nacional entre ambos personajes. Ese sentimiento queda reforzado por la escenografía nacionalista, puesto que en el fondo se proyecta la imagen del cráter del volcán Irazú, uno de los íconos paisajísticos para uso turístico.
La escena llega a su fin cuando concluye el encuentro con ese otro, cuya mirada la constituye nuevamente como “costarricense”, momento en que ella va más allá de la parodia y radicaliza su acto de desidentificación nacional: comienza a despojarse lenta pero decididamente de la vestimenta típica que la aprisiona, que de tan ajustada que le queda parece más una camisa de fuerza que un capullo ontológico provisto por su identidad “costarricense”. El proceso de des(a)nudamiento puede interpretarse, en este performance, como un acto de subjetivación, es decir, como un acto político que implica la conversión de un personaje que representa un rol en un sujeto que hace su propia historia. Mediante ese acto ético-político con el que atraviesa el fantasma del imaginario nacionalista, Arce representa su propio “identicidio”, el desapego de esa identidad socialmente asignada que es vivida como una jaula que la oprime.[8]
Segundo acto: Puesta en escena del real/abyecto
El siguiente paso en el performance de Arce es mostrar de manera aún más evidente los límites de lo costarricense. Es decir, se trata ya no sólo de hacer visibles sus diferencias externas (el borde entre lo “tico” y lo “extranjero”), sino las inconsistencias internas que lo atraviesan o “tachan”. Elia busca, así, poner en evidencia el límite de la unificación nacional, la precariedad de esa unificación, pero también la violencia de ese acto de unificación, tocando con ánimo profanatorio un tema especialmente sensible: el supuesto pacifismo costarricense.
La segunda escena comienza con el canto de “Playa Girón”, canción de Silvio Rodríguez, que desde luego no evoca lo costarricense, sino la Revolución cubana. Este acompañamiento musical define el contexto en el que transcurre el siguiente acto: la Guerra Fría y su relación con el “pacifismo” costarricense. Elia Arce representa el “lado oscuro” de la identidad costarricense, aquello que cuestiona el publicitado pacificismo local y hace evidente una especie de militarización encubierta del país: de manera ceremonial, Elia va colocándose una serie de chaquetas militares (“army” se las llama usualmente en Costa Rica), mientras relata su visión de la policía costarricense y su transformación en el tiempo.
Elia comienza narrando (simulando una impostación despectiva que suelen usar los costarricenses cuando hablan de algo que no les gusta o les incomoda) que, cuando ella era niña, los policías siempre vestían de verde olivo oscuro (traje típicamente militar) y que eran gente de pueblo, sin educación, desarmados, lastimosos, a los cuales la gente en la calle le tenía poco respeto e incluso de quienes se burlaba. Luego muestra un proceso de metamorfosis de la apariencia policial, que está a tono –aunque siempre como un eco lejano- con las distintas actuaciones del ejército norteamericano en el mundo: el uniforme se torna camuflado jungla en el momento que Estados Unidos interviene en Centroamérica, camuflado combinado (jungla desierto) cuando la operación “Desert Storm”, camuflado desértico cuando invade Afganistán, hasta finalmente convertirse en un uniforme similar al de la policía “Ramsar” (la más temida de Estados Unidos, según las palabras de Arce) cuando se desata la llamada “guerra contra el terrorismo”.
La artista apunta que estos pequeños pero significativos detalles de cambio de indumentaria pasan usualmente desapercibidos a la gente común, porque –y aquí exagera su impostación nacionalista, con propósito sarcástico-: “como ustedes saben, en Costa Rica nosotros no tenemos ejército, solo una fuerza policial”. En contraste con esa creencia generalizada, Elia asume una gestualidad pueril y comienza una recitación de carácter escolar, que nos remite a un proceso de regresión, pero esta vez totalmente distante de la visión inocua propia de la representación de la identidad campesina, puesto que está cargado de evidente violencia:
Mientras recita, Arce comienza a vestir de rojo a una pequeña muñeca, a la cual posteriormente somete, como si de un juego infantil se tratara, al waterboard (submarino) y encierra en una jaula, sin duda haciendo alusión a la represión política contra las mujeres “rojas”. Pone así en escena la experiencia infantil de la “Guerra Fría” y la represión dirigida a aquellos etiquetados como “comunistas”, llevada adelante por muchas de las fuerzas policiales y militares en distintos países de América Latina, tanto en el Sur como en el Centro, durante las dictaduras y las guerras civiles de las décadas de los 70s y 80s.
Acto seguido, la performer procede nuevamente a desnudarse, a des(in)vestirse. De esa forma, escenificando una nueva desidentificación, esta vez con la dimensión violenta pero encubierta de la identidad nacional costarricense, la cual, como es de suponer, se encuentra habitualmente obliterada en los discursos nacionalistas, que celebran el pacifismo como uno de los rasgos “étnicos metafísicos” de la identidad nacional costarricense, como diría Alexánder Jiménez en su libro, ya referido. Mientras el escenario oscurece, las bocinas dejan escuchar una música que recuerda a los cantos yoruba de origen cubano.
Tercer acto: El “otro interno invisibilizado”
El tercer acto “ocurre” en el territorio forcluido de la identidad nacional costarricense: la costa Caribe. [9] Elia, que aparece en escena desnuda, se cubre la cabeza con un pañuelo estampado, se calza unos lentes de sol y se pinta el cuerpo de negro, como una forma de identificación con lo “limonense”. Con mucha ironía y utilizando los términos que, desde una posición hegemónica, se utilizan para estigmatizar a Limón y a su gente -términos que aquí entrecomillamos-, va relatando la manera en que imagina y ha vivido su relación con el Caribe costarricense: señala que, para ella, “la jungla” es un lugar oscuro, denso y húmedo, donde todas las reglas se rompen, donde el pecado no tiene traducción. Narra su encuentro con un conjunto de mujeres, extranjeras y costarricenses, haciendo referencia en todos los casos a las relaciones sexuales que ellas han establecido en esa “tierra de pecado”, convertida en un paraíso donde mujeres de diversas latitudes se refugian con el propósito de vivir ostentosamente su sexualidad. Intercala en su narración la interpretación de un Calipso, música “típica” de Limón: “give me some of your rice and beans”, la cual en este marco adquiere connotaciones sexuales.
Luego, señala que ella se enamoró por primera vez en Limón, donde había decidido quedarse a vivir y, llegado el caso, incluso formar una familia. Ese “hacerse negra” y arraigarse en “tierra de pecado” significaría, pues, una desidentificación con el yo ideal costarricense vallecentralino y una identificación con lo abyecto afrocostarricense, proceso que además trasluce una esperanza de felicidad y realización. Esta metamorfosis (que podríamos llamar, acorde con los tiempos, “poscolonial”) implica una transgresión del orden simbólico y el imaginario que lo sutura, para vislumbrar, en los márgenes internos de la nación, una zona “otra” que, atravesado el fantasma de la abyección que lo recubre, aparece liberada del estigma de zona de perdición y emerge como una promesa de felicidad.
Sin embargo, esa promesa de felicidad resulta ser efímera, ya que se trata más de una ilusión que una realidad. No se cumple el sueño porque el Caribe está amenazado por la destrucción, ya que ha sido asaltado por una compañía petrolera. Aquí la amenaza al paraíso no se origina en la guerra, sino en la voracidad extractivista, la cual es también tema de la película Caribe, del cineasta costarricense Esteban Ramírez, la película más cara realizada hasta ahora en este país. Según los expertos, cuando comience la exploración y explotación petrolera, contaminará y destruirá toda la costa, incluidas las zonas más remotas [como playa Manzanillo], donde hasta hace no mucho ni siquiera era posible llegar en motorizado por tierra. La voracidad de las transnacionales (la “petrolera de Chicago”) significa, pues, el fin del paraíso y, con ello, la imposibilidad de encontrar la redención en el “lado oscuro” del propio país. El resultado es, consecuentemente, la expulsión hacia el “sueño americano”.
En este acto la performer hace, como señalamos, alusión a dos “referentes” de la identidad nacional costarricense: por una parte, al lado “negro”, hasta hace poco negado y aún en la actualidad tímidamente incorporado; por otro, a la reiteradamente publicitada vocación ecológica de los costarricenses. La puesta en escena de Arce puede considerarse una crítica destinada a poner en evidencia que la promesa del paraíso Caribe, se encuentra amenazada por la voracidad de las compañías transnacionales y la actuación complaciente de las autoridades de turno. De esa forma, Arce se ubica en una perspectiva de reivindicación de lo afro y la denuncia del ecocidio, asumiendo una posición similar a la realizada desde la literatura por la escritora Ana Cristina Rossi (ver sus novelas La loca de Gandoca [1991], Limón Blues [2002] y Limón Reggae [2007]) y la novelista Tatiana Lobo (ver por ejemplo Asalto al Paraíso [1992] y Calipso [1996], así como en sus ensayos históricos).
Acto cuatro: inmigrante, go home
El siguiente acto inicia cuando Elia se limpia el rostro y se pinta los labios de rojo. De una pequeña valija saca un pañuelo rojo que se cuelga en el cuello, así como un par de cámaras fotográficas, con las que simula un shooting turístico. Inmediatamente después se calza unas orejas de conejita tipo “Play boy”, acompañadas de un gesto idiota que sugiere su conversión en objeto sexual. Ha llegado a Estados Unidos, en busca del sueño americano, que queda deslumbrada por las luces de la gran ciudad que encandilan al recién llegado de la periferia y que, mientras dura el deslumbramiento, le impiden ver el lado oscuro del primer mundo.
En este acto, Elia narra sus experiencias en el país del norte. Comienza con su experiencia permanente de desarraigo, puesto que señala que desde que ha llegado allí, no ha habido un año en que no quisiera regresar a Costa Rica. Narra también su situación económica desesperada, que la lleva a un comedor comunitario, donde –tras cinco años de ser vegetariana- sucumbe, por hambre, ante el impactante encuentro con cinco libras de cerdo-, descubriendo de esa forma que no se ha curado de su “herencia cultural culinaria” costarricense.
Este traumático hecho la conduce, de manera inconsciente (“donde mi cuerpo me llevara”) hacia el aeropuerto de Los Ángeles (en el fondo se proyectan imágenes de una súper autopista), donde sufre un nuevo impacto identitario: en el stand de una aerolínea centroamericana se topa con un espejo gigante, hecho de pequeños espejos, en el que ve su imagen trizada, su identidad desintegrada. Pese al profundo impacto que le produjo ese encuentro con su propia identidad fragmentada, irreconocible, confiesa que no pudo llorar. En medio de un silencio que evoca soledad y desamparo, la artista se desnuda y, con pigmento azul, escribe sobre su torso la leyenda “Imigrante (sic) vete a casa”.
En la siguiente secuencia, la performer toma en sus manos una masa de arcilla y comienza a modelar pacientemente el cuerpo de un bebé. Relata que su “su último aborto” fue realizado en una clínica comunitaria, por un médico al que luego acusaron de asesinato. Señala que en Costa Rica el aborto es ilegal y que, en Estados Unidos, si uno es pobre, le hacen sentir, después de tener a la criatura, que es un ilegal. Mece el bebé moldeado con la arcilla y entona “cumpleaños feliz”, tras lo cual deja caer el cuerpo, que se estrella contra el piso.
Acto cinco: La guerra, el luto
La escena comienza con la narración de los ruidos y temblores que generan las pruebas de armamento que el ejército estadounidense lleva adelante cerca de su casa, en las inmediaciones de la autopista 62 y en territorio indio, que en algún momento fue ofrecido como área para un parque nacional. Con ese preámbulo, Elia narra su encuentro con un amigo cherokee, que había formado parte de las fuerzas especiales que se asentaron en Bluefields durante el conflicto que se desarrolló en Nicaragua durantevla década de los 80s, donde se había desempeñado como instructor militar de indios misquitos alistados con la “Contra”. Ante el descubrimiento de que ambos han perdido amigos en esa guerra, el cherokee–que resulta también ser un médico curandero- le entrega una pluma de un águila herida, “de un guerrero herido a otra guerrera herida”. Ella toma la pluma y exclama: “que no haya indio contra indio nunca más”.
Entonces, inicia una especie de ritual mortuorio. Retira la muñeca de la jaula y la desnuda (es decir, la despoja del estigma que la marca como “roja”). Recita “Salve César, los que van a morir te saludan”, como si se tratase de un ritual expiatorio. Deposita el “cadáver” de la muñeca sobre la pluma de águila, tendida sobre un trozo de tela recortada de uniforme militar, con el que envuelve el cuerpo y forma una mortaja. Entona un canto cherokee y enciende un incensario, con el que ahúma al cuerpo, como una forma ritualizada de purificación. Se ha honrado a los muertos, se ha llevado a cabo el duelo.
Acto siete: un nuevo origen
La performer limpia afanosamente el piso con un trapo que moja en una cubeta metálica, emitiendo un discurso sobre el orden y la limpieza, como mandatos divinos, aprendidos durante la infancia en un hogar costarricense “típico”: “chunches, hay que controlar los chunches…un lugar para cada cosa y cada cosa en un lugar”.
Hace una pausa discursiva y comienza a narrar que en el pueblo donde vive, cercano a Salt Lake City, donde se hacen pruebas de bombas, se está construyendo también el “basurero más grande del mundo”. A manera de sentencia, recita: “cuando la tierra tiembla, el fondo del mar se enfurece”, tras lo cual entona el Ave María. Mientras lo canta, se limpia el mensaje que había escrito en su torso, pero deja las letras “MI” (parte de “IMIGRANTE”) y pinta sobre su abdomen las letras “CASA”. En el fondo se proyecta la imagen de una tierra reseca, toda cuarteada, como azotada por la sequía.
Con ese fondo desolado, Elia se inclina reverencialmente y levanta la arcilla con la que había moldeado el cuerpo del bebe que luego había dejado caer. Con la pasta hace pequeños promontorios que deposita en el suelo y que sirven de base para sostener los ramos de flores que había dejado en el piso al inicio de su performance. De esa manera, el fruto de su vientre, que yacía muerto sobre el piso, se convierte en un suelo fértil, que nutre una plantación de guarias moradas. El precario jardín simboliza el renacer de la vida sobre el fondo de destrucción, pero que también evoca el renacimiento de la nación costarricense.
Se apagan las luces y, acto seguido, se iluminan tres recipientes de vidrio de distinto tamaño, acompañados de tres coladores proporcionales. Elia vierte el líquido con el que limpió el piso sobre los recipientes y narra que el fondo del océano ha quedado sin agua. Posteriormente, bebe ritualmente el agua turbia del recipiente más pequeño y levanta un saco de tierra, con la que forma un montículo a sus pies, como si ella misma se estuviera “sembrando”. Otras personas ingresan a escena para regar el montículo a sus pies con el agua depositada en los recipientes, mientras ella, con un soplo vital, esparce sobre el escenario el resto de tierra mojada que tiene en sus manos.
El escenario oscurece nuevamente. Cuando se enciende un reflector, vemos a Elia sentada en un pequeño banco de madera y sobre su espalda, que mira al público, se proyecta la imagen de color verde de una planta que, dibujada a mano alzada con un marcador, comienza a crecer. El fondo muestra, en secuencia, el planeta tierra, imágenes arqueológicas cósmicas y la vía láctea, así como el cuerpo de Elia desnudo sobre un círculo de tierra. La artista sostiene un foco (linterna) con su mano, como una luz encendida en el universo, mientras las bocinas dejan escuchar el burbujeo del agua y el ruido de la vida, que se multiplica y crece hasta hacerse ensordecedor. Aplausos prolongados.
Conclusiones tentativas
El performance de Elia Arce que hemos interpretado constituye un destacado ejemplo de esa batalla por hacer que el cuerpo femenino que libere de los condicionamientos culturales que lo aprisionan y liberar su potencia creadora y redentora. La primera mujer en la luna es una representación alegórica de ese proceso de liberación de la corporalidad femenina de los grilletes identitarios que se le imponen. Elia Arce pone en escena un proceso dramático en el cual su cuerpo se va liberando de las distintas camisas de fuerza culturales que lo moldean y limitan.
Inicia con una deconstrucción de la identidad nacional “positiva” configurada como “campesina costarricense” que actúa el exotismo romántico que sirve de “reposo al guerrero” imperial; continúa con la visibilización y deconstrucción del estigma de la identidad negativa “roja” impuesta por la violencia estatal enmarcada en la guerra fría aún en un país que se declara pacifista; prosigue con la destrucción de la propia ilusión que genera la identificación con la “otredad interna” en una tierra de libertad sexual amenazada por la explotación económica irracional.
Cuando la vida se traslada hacia “otra parte”, se narra el drama que implica sufrir el estigma, el hambre, la violencia sexual que cargan los inmigrantes del sur en la potencia del norte. Pero la angustia se acrecienta porque a la historia de desarraigo que se narra se suma el drama de la destrucción del planeta y su ecosistema que resulta del propio despliegue de la racionalidad instrumental que, como lo señalaban en su momento Adorno y Horkheimer en su Dialéctica de la Ilustración, es la irracionalidad bélica e industrial que se ejerce sobre la naturaleza y el ser humano.
Tras la destrucción viene, sin embargo, el renacer: el primer paso es el encuentro con el indio cherokee, algo así como el emblema del “sur” en el “norte” y que, como representante de ese otro interno primordial de las Américas, permite –gracias a sus conocimientos mágicos, chamánicos- el duelo y hace renacer la esperanza del retorno a “Mi casa”. La energía chamánica indígena es un catalizador de la potencia de lo femenino liberado, de la potencia creadora de lo femenino: el fruto de su vientre, símbolo de violencia y muerte, transmuta en suelo fértil sobre el que florece la vida. La performer representa a una mujer primordial, que juega el doble papel de diosa creadora (el soplo vital), pero también la materia viva sobre la que se ejerce esa fuerza creadora: la madre tierra.
Así, el performance La primera mujer en la luna opera como una alegoría de la liberación de las potencias creadoras aprisionadas en el cuerpo y en la subjetividad subalterna femenina como condición del renacer. Una elaborada puesta en escena bajo la forma de un monólogo narra la dramática liberación de las condiciones subalternizantes de la identidad genérica, nacional, inmigrante e indígena que, en su sucesivo contacto con el poder y con lo abyecto, va reencontrando el camino hacia una subjetividad plena y creadora. Es un mensaje de esperanza, pero también de sufrimiento: para reencontrar la vida, es preciso pasar por un largo y doloroso proceso de resistencia al poder y de identificación con lo abyecto; parafraseando el tango: para renacer hay que vivir el dolor del ya no ser, convertirse en “nada”.
Referencias
Agamben, Giorgio. 2011. Desnudez. Barcelona: Anagrama.
Amoretti, María. 1987. Debajo del canto. San José: UCR
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It is no coincidence that among the painters “recovered” as objects of worship in contemporary times, we find precisely those who, at the time, defied the Christian or neoclassical canon. For example: Hieronymus Bosch and Brueghel “the Elder.”
It is no coincidence that among the painters “recovered” as objects of worship in contemporary times, we find precisely those who, at the time, defied the Christian or neoclassical canon. For example: Hieronymus Bosch and Brueghel “the Elder.”
It is no coincidence that among the painters “recovered” as objects of worship in contemporary times, we find precisely those who, at the time, defied the Christian or neoclassical canon. For example: Hieronymus Bosch and Brueghel “the Elder.”
It is no coincidence that among the painters “recovered” as objects of worship in contemporary times, we find precisely those who, at the time, defied the Christian or neoclassical canon. For example: Hieronymus Bosch and Brueghel “the Elder.”
It is no coincidence that among the painters “recovered” as objects of worship in contemporary times, we find precisely those who, at the time, defied the Christian or neoclassical canon. For example: Hieronymus Bosch and Brueghel “the Elder.”
It is no coincidence that among the painters “recovered” as objects of worship in contemporary times, we find precisely those who, at the time, defied the Christian or neoclassical canon. For example: Hieronymus Bosch and Brueghel “the Elder.”
In La sociedad cortesana and El proceso de civilización, Norbert Elías demonstrates how the codification of gestures and the control of posture, among other “table manners,” can also be oppressive mechanisms, even for the upper classes. For Foucault, however, the rationalizing and disciplining processes emerge from a (negative) desire for domination and power. For Elías, this is the path along which civilization (positively) advances.
In La sociedad cortesana and El proceso de civilización, Norbert Elías demonstrates how the codification of gestures and the control of posture, among other “table manners,” can also be oppressive mechanisms, even for the upper classes. For Foucault, however, the rationalizing and disciplining processes emerge from a (negative) desire for domination and power. For Elías, this is the path along which civilization (positively) advances.
In La sociedad cortesana and El proceso de civilización, Norbert Elías demonstrates how the codification of gestures and the control of posture, among other “table manners,” can also be oppressive mechanisms, even for the upper classes. For Foucault, however, the rationalizing and disciplining processes emerge from a (negative) desire for domination and power. For Elías, this is the path along which civilization (positively) advances.